¿Qué sería de la vida de muchísima gente si no existiese ese canal a la eternidad que es la música? ¿Se puede vivir sin música? Seguramente se puede. Aunque la música nos comunica con lo indecible, con lo ancestral, con lo inaudito. Ese es su poder secreto.
No hay nada más profundo que la piel de la música. Es una vibración en el cuerpo que tanto desordena los sentidos como también acciona una conversación particular: va directo a la microbacteria que nos ata a este mundo cruel. Porque si la música cumple una función o tarea (ambos términos especulativos, solo utilizados aquí y ahora como pretextos) es encadenarnos a la vida; ligarnos a los otros, vincularnos con tantos extraños pero que en ese mismísimo instante son portadores del mismo vacío o la misma alegría frente a una suma de acordes y un ensamble instrumental.
No vayan a creer que la música estaba antes que el verbo, pero el verbo necesitó de la música para amplificar su voluntad de comunión. La música puede nacer en soledad pero su designio es volverse colectiva. De vuelta, es el hilo que a los extraños los transforma por unos minutos en iguales. Es una avalancha de golpes y belleza conjurando contra la finitud. En esos minutos solo existe el rugir del cuerpo eléctrico y distinto. Así, la música renueva ese cordón umbilical hacia el centro de la Tierra. Es ruido. Es baile. Es incontinencia. Es plenitud. Es exceso. Es rotura. Es ira. Es comunidad. Es verborragia. Es goce. Es calma.
De vuelta, ¿cómo es que se puede vivir sin música? Una canción puede reparar un corazón roto; le da razones para que no pierda la esperanza; le brinda tips para acercarse de otro modo a la persona amada. Una canción tiene el poder de sintetizar en tres minutos toda una serie de conceptos que tenemos en la punta de la lengua. ¿Cómo puede ser que haya tanta gente que pase indiferentemente de la música como lo hacen usualmente una infinidad de personas ante tanta gente en situación de calle?
Pero no le pidamos peras a Mandioca. Un bálsamo. Ante la intemperie, ante las acechanzas. Eso es la música. Como la poesía, acompaña en momentos urticantes para sacarnos a flote. Nos une a una comunidad invisible. Redime sin proponérselo. Por eso llegamos a ella. Nos habita y nos protege frente a todos los males de este mundo.
En serio, ¿cómo existen personas que pueden vivir sin música? Si es como respirar. A nadie se le ocurriría pensar que está respirando. Es inevitable. Es parte del silencio y del ruido. Es parte del estar sentado y del caminar. Es parte del descanso y del sueño. No se discute. Ni se plante su imposición. Respiramos.
El jueves pasado conversé sobre este Bailando sobre una Telaraña con el periodista platense Augusto Dallachiesa, mil gracias muchacho por darme esos minutos para desandar este tejido que presiente una comunidad invisible detrás de cada newsletter:
Les dejo esta colosal muestra de misterio y redención que es el fragmento de un libro que me sigue causando impresiones devastadoras, La muerte de Virgilio del alemán Hermann Broch.
“Había sido expulsado fuera de la comunidad, e impelido en la más desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido echado de la sencillez de su origen, corrido hacia el ancho mundo, hacia una multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que única y realmente había aumentado: sólo al margen de sus campos había caminado, sólo al margen de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y que odia, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida.”
Aquí va el link para que puedan escuchar este nuevo capítulo:
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¡Mil gracias mil! ¡Nos vemos la semana próxima!
Bailando sobre una Telaraña, la vuelta de tuerca al algoritmo.