¿No les pasa que ven a sus mascotas y les encantaría ser como ellas?
Panchas por la vida. Sin más preocupaciones que conseguir un espacio en la casa donde reposar y si es con sol mediante, mejor. Abstraídas en su universo de largas dormilonas. Preocupadas en su despreocupación.
En todo caso, si tienen ganas de comer, levantan un poco la voz y un ser humano random se encarga de saciar su hambre. Algo similar con su sed.
Ser mascotas, no estar al tanto de los desvaríos del mundo. Ser pero mascotas. Ser y estar panchas. Panchas a sus anchas.
Kiki y Sowie en su esplendor gatuno (Fotos: Francisca Etcheto /
https://franciscaetcheto.myportfolio.com/)
Ni enteradas ellas de las rispideces del día a día. Sin necesidad de estar al tanto de los disparates de unos, ni al tanto del pecho frío o el cinismo de otros.
¿Pero qué pensará una mascota de ese ser humano que mira para otro lado cuando este tipo cooperó con su sufragio a que el país que conocíamos se vaya al garete? ¿Qué observará esa mascota de su dueño que sigue como si nada el devenir tirano de un país que ayuda a desmoronarse con su complicidad?
¿Estará viva esa mascota el día en que el hijo le pregunte al padre: “¿Qué hacías vos en enero de 2024, papá? ¿Es cierto que te hiciste el boludo mientras nos cogían de parados?”
En 1974, a dos décadas de la edición de su primer libro de poesía, La mejor juventud, uno de los grandes poetas italianos de la segunda mitad del siglo XX, Pier Paolo Pasolini, homosexual, militante comunista, antiburgués y anticlerical por excelencia, cineasta de aquellos, futbolero irreversible, fan del boxeo, lanza una remake de aquel texto, Segunda forma de “La Mejor juventud” (hoy en nuestras manos vía interZona y traducción de Guillermo Piro).
El Pasolini que va a morir asesinado el año próximo es otro, pero el mismo. Digamos, la mirada sobre el mundo ya no es jovial ni ácida, sino que su ojo es un cuchillo. Aunque ese desparpajo y candor de los primeros años tenía también algo de ira o desprecio por un mundo que había nacido fallado.
Sin embargo, estamos en 1974 y en esta reescritura, el hombre también puede dirimir qué ha hecho él con ese encono, con esa indignación. Otra ira, la misma ira. Otro desprecio, el mismo desprecio.
El apartado “el domingo de los olivos” depara una melancólica conversación entre madre-abuela e hijo. La evocación permite poner las cosas en su lugar. Destacar la inocencia, repudiar la jactancia.
El hijo dice: “Nosotros nunca cambiamos:/ ¿cómo podríamos llorar/ un mundo que siempre quedó igual?/ Nosotros lloramos la verdad”.
Al final de esta serie, madre e hijo comparten la voz: “No amar nada/ para amar algo/ que uno como nosotros/ ya no puede amar (…) Llorar por todo,/ reír por todo,/ tener un cerebro/ curioso de todo”.
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¡Nos vemos la semana próxima!
Bailando sobre una Telaraña, la vuelta de tuerca al algoritmo.