Magadalena descubrió que cada objeto tenía un sonido propio, solo había que hacer silencio para destinguirlo. Con algunos, como la heladera, era muy fácil. Pero otros, como el caracol, había que llevarlos a la oreja. Con el tiempo pasó con los libros, cuando no entendía qué decían, suponía que era por el volumen demasiado bajo de la voz que hablaba en esas páginas, vuelto a sus oídos casi un bisbeo. Entonces Magdalena acercaba su oreja a la página para escucharla mejor. Se quedaba dormida en el intento, sentada en la mesa de la cocina.
María Del Carmen Colombo El cuaderno de música (Editorial Cienvolando, 2016)
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Desde el fin de la adolescencia ya no escuchaba música clásica. No ibas más a conciertos (antes iba a dos o tres por semana) y mientras escribía ya no escuchaba a Brahms o a Mozart sino a Pink Floyd o a Caetano Veloso. Pero cuando entraba en casa de mi madre volvía la antigua emoción y lo viejo vencía a lo nuevo, Schubert abatía a Neil Young, Satie a Yes. Como la espuma deshace el dibujo de la arena y el agua, el rastro de los pasos, la memoria de otra música, intocada, renacía como el fuego de un incendio. Tal vez porque recordaba esos momentos en que mi madre tocaba el piano, ya próxima la noche, y yo me acurrucaba en esos sonidos como estampas –mágicas, persuasivas– de la infancia.
Marcelo Pichon Rivière La mariposa y la máscara (Editorial Sudamericana, 1983)
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Aquí el link para que puedan escuchar este capítulo antiguo de la Telaraña, ideal para estos días:
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¡Nos vemos la semana próxima!
Bailando sobre una Telaraña, la vuelta de tuerca al algoritmo.